Viaja con tu bíped@

Viaje al centro de la tierra

¿Pensaban que, después de verme viajar en el regazo de mi mamá, lo habían visto todo en el transporte por carretera viajando por mi país?

Faltaba el desplazamiento desde Popayán hasta un cruce antecitos de San Andrés de Pisimbalá, a ciento y pico kilómetros de distancia de la capital del Cauca -Popayán- por carretera destapada, y podría decirse que hasta tortuosa…

Mi mamá viaja de pie todo el trayecto.

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Mi abuelita viaja dos horas en pie y el resto estrujada con las piernas para un lado y el cuerpo para otro entre el conductor, una caja de cartón donde se sienta su propietario, y otra señora, en una plataforma entre la cabina y los pasajeros.

Yo hago aeróbic sentada, echada y en pie en intervalos de dos minutos o cada vez que hay un bache grande, que el bus se ladea demasiado hacia el abismo que tenemos a la izquierda, o cada vez que alguien me pisa al pasar.

… Durante cinco horas…

Por fin, cayendo la noche, llegamos a Tierradentro, lugar inspira el título de la famosa novela de Julio Verne…

Nuestro objetivo es visitar las tumbas de alguna otra cultura precolombina que habitaba estas tierras antes de la llegada de los antecesores de mi mamá y mi abuelita, así como disfrutar de un entorno natural aislado, abrupto, y de belleza incomparable, como indica el nombre que pusieron a la región.

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Combinamos paseos a lo Indiana Jones con visitas a las poblaciones que se caracterizan por: 1) estar habitadas por indígenas paeces en su mayoría; 2) tener iglesias blancas con techo de paja y vigas de madera, algunas de ellas quemadas por venganzas, rencillas o conflictos ideológicos; 3) tener presencia guerrillera.

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Por primera vez desde que viajamos por Colombia sentimos el conflicto en mi país.

Sin embargo el parque arqueológico parece ser un lugar tranquilo. En los ocho años que lleva abierto nunca se registró ningún problema con ningún turista.

En el museo antropológico, tras evitar que entrara en la tumba a coger un hueso de momia
En el museo antropológico, tras regañarme por intentar coger un fémur de momia

Mi mamá y mi abuelita dedican dos días a buscar huesos ancestrales en lo que parecen ser guaridas excavadas por un perro gigante. No me llevan con ellas porque, como tengo mejor olfato, tienen miedo de que se los quite, por lo que me dejan fuera de las tumbas, a la sombra, cuidando las mochilas.

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El amable señor que encargado de vigilar, que nos acompaña durante dos días seguidos por todas las instalaciones, se lleva un susto de muerte cuando, descuidadamente, va a sentarse sobre el tronco bajo el cual me encuentro. Ante la posibilidad de que se acerque los preciados objetos bajo mi protección -una botella de agua, el bloqueador solar y dos chaquetas- muestro mis colmillos draculianos, en pie erizo el pelo del lomo para parecer tres veces más grande, y completo mi terrorífica puesta en escena profiriendo ladridos propios de una bestia del averno, que es como me llama mi mamá cariñosamente a veces.

Junto con «mamasita», «gordita», «muñeca», «nena», «princesa» o «bicho inmundo».

Esta es la misma suerte que corren las personas que osan pasar frente a la puerta del cuarto que ocupa mi familia en los hoteles en los que nos alojamos. O la visita desconocida -o conocida pero que todavía no me inspira completa confianza- que llega a mi casa… O los perros que se acercan a oler su chaqueta o sus llaves… Incluso aunque mi mamá me regañe durísimo cuando me ve dirigirme como una flecha hacia el infractor que entra en mi radio de acción.

Ahora que por fin tengo una familia, los protejo de cualquier amenaza real, ficticia, imaginaria, inventada… Sobre su integridad o sobre sus bienes -al más puro estilo de los presidentes de los EEUU a lo largo de la historia-, poniendo a prueba los nervios y la paciencia precisamente de quien despierta tan nobles sentimientos.

Qué quieren, algún defectillo tenía que tener…

Aun así, en la única ocasión que las dejo solas y me quedo descansando en el hotel -previa advertencia al personal de que a nadie se le vaya a ocurrir hacer aseo mientras yo esté dentro- casi se meten en un lío.

Su plan era subir al páramo, para contemplar un paisaje que quita la respiración, en chiva, uno de esos alegres autobuses de colores que hacen un ruido infernal y recorren enormes distancias en terrenos imposibles a 5 km/hora parando cada pocos metros para descargar o recoger pasajeros de recónditas veredas.

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Un ejemplo de las contradicciones colombianas
Un ejemplo de las contradicciones colombianas

Cuando, tras dos horas de viaje, llegan a la primera población, Santa Rosa, el conductor les pregunta muy sonriente:

-Bueno, señoras ¿Y uds. cómo se van a devolver?-

Mi mamá le responde, igual de sonriente:

-Pues con ud. sumercé, hoy no se desprende de nosotras ni con lija-

-Mmmmmm, pero señora, es que yo no regreso hasta mañana-

-Pero ¿cómo así? Si nos dijeron que podíamos subir con ud. hasta el páramo y regresar en la misma chiva-

-Si pero no los sábados, el sábado me quedo arriba y regreso el domingo-

Ay hijuemadre, mi mamá y mi abuelita perdidas y solas en mitad de las montañas, en un pueblo con pintadas guerrilleras donde las miran con cierta hosquedad, a la par que asombro, a varias horas de terreno conocido y del hostal.

Son las 4 de la tarde: en dos horas se va la luz.

Se oyen truenos: el aguacero de la tarde se aproxima irremisiblemente.

Mi abuelita sale corriendo montaña abajo, igual que hago yo cuando me persigue un carro.

Sin embargo, la perspectiva de bajar por una vía en la que pasó un solo vehículo en dos horas de ascenso, habiéndolas visto todo el pueblo y existiendo, por tanto, la posibilidad de que corra la voz hasta el bosque aledaño de que hay dos extranjeras solas, a mi mamá le parece peligroso.

La perspectiva de quedarse en el pueblo a dormir no se contempla por el mismo motivo. Además no hay nada parecido a un hostal en muchos kilómetros a la redonda. Y yo me encuentro abajo encerrada en nuestro cuarto.

Entonces mi mamá propone a mi abuelita intentar contratar una moto.

Con el corazón encogido pero con una sonrisa -ella es experta en mantener la calma en situaciones extremas- pregunta, casa por casa, quién las puede bajar.

El chico que maneja no se encuentra.

La moto esta averiada.

Se la llevaron a otro pueblo…

Negativa tras negativa mi mamá empieza a ponerse nerviosa, aunque sigue sonriendo y preguntando, visualizándose conmigo en el hotel.

Al rato nos llaman de una casa que tienen cómo bajarnos. Pero falta otra moto.

-Noooooo, papito, vamos en la misma, las dos juntas abultamos lo mismo que una persona grande- (en este punto suspira aliviada de que no las acompañe, de otro modo hubiera acabado con los brazos por el piso).

Mi mamá no se fía un pelo de que mi abuelita vaya a mantenerse sobre el vehículo con semejantes baches de la pista si no tiene un freno por detrás…

Y así es como llegan a mi encuentro -tras una hora de viaje en la que ya no sabe dónde poner los pies para que mi abuelita no se los aplaste con los tanques que lleva como zapatos-, con un integrante de la guarda indígena de los paeces, que desprende un ligero olor a cuero y aguardiente, al que arrancan de la siesta.

En otra ocasión subí a solas con mi mamá, a las 6 de la mañana, al Aguacate, un monte elevadísimo donde hay más enterramientos.

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Comiendo caña de azúcar
Comiendo caña de azúcar

Y también fuimos a visitar una pirámide de piedra hecha no se sabe por quién ni para qué. Todo un misterio arquitectónico.

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La salida de “dentro de la tierra” es tan épica como la llegada: enfilamos por la pista hasta un cruce donde esperar un transporte que nos lleve a algún punto donde conectar con la ciudad y nuestro destino final en este viaje: Popayán.

Hora y pico más tarde, y después de intentar parar -sin éxito- los pocos vehículos que pasaron levantando polvo ante nuestros ojos, logramos subir a una camioneta. No nos lleva a donde queremos, sino que va a otros pueblos por trochas impracticables a toda velocidad, para luego regresar donde estamos antes de proseguir ruta, pero en ese momento el dato nos parece irrelevante: lo importante es salir de allí como sea.

Después de casi sufrir una lesión vertebral recorriendo la región durante un par de horas nos dejan, por fin, en La Plata, a tiempo para ver llegar el transporte directo repleto de gente que casi se cae por los laterales.

Tomamos una buena decisión -dice mi mamá en alto-. Mi abuelita -que tiene un mareo antológico- y yo -que arrastro la lengua por el piso y me tiemblan las patas- nos miramos, sacudiendo la cabeza, antes de dirigirnos a degustar nuestro enésimo almuerzo de estación de autobús del viaje.

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4 comentarios sobre “Viaje al centro de la tierra

  1. ¡Realmente se jueron a tierra adentro pero bien adentro!
    ¡Esas fotos que tu mamá te toma son buenísimas! Sales muy bonita en esas montañas 😄
    jajajajajajaja en esa moto iban como sardinas en lata y brincando me puedo imaginar el lindo retorno…
    ¿esa montaña de piedra es en el Cauca? Nunca había escuchado de ella.
    Jajajaja mira que no todos los huesos se pueden comer.
    ¿A tu abuela le ha gustado las travesías por el país?
    Oye admiro a tu mamá porque logra convencer a cualquiera para que te dejen subir a los transportes…eso es todo un reto.
    y finalmente, ¡Pobre de aquel que osé ingresar en tu guarida! 😈

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    1. Mi abuelita, desde que esté con nosotras, sobre todo conmigo, que sabe que la protejo incluso a su pesar, está feliz. Y la amabilidad colombiana hace que las cosas sean de lo más disfrutables aunque los transportes y la dormida sean, a veces, algo extremos para su gusto 😀

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  2. Bueno por lo que veo esta es una familia de hembras guerreras, por lo que veo tu mamá «no se le arruga a nada», como dicen por ahí «de tal palo tal astilla», y así mismo sucede con Linda.

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