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En busca del pescado podrido

A mi mamá no le gusta Bogotá, por el clima, el humo de las busetas, y los trancones. A mí el clima sí me gusta, pero como no tengo ni voz ni voto en esta relación materno-filial, a las pocas semanas de regresar a Colombia después de pasar más de medio año en España, me tocó embarcarme de nuevo en un vuelo con destino a Santa Marta.

El plan: pasar una semana solazándonos -es un eufemismo: yo lo llamo torrarnos- al sol, escuchando vallenato, oliendo redes de pescadores e intentando comer -o incluso revolcarme- en restos de pescado podrido a sus espaldas.

Apenas aterrizamos los costeños me tientan con la especialidad de la zona: la cocada.

Pero yo, la verdad, soy de gustos clásicos. Hacerme comer algo que no sea carne tiene los mismos visos de éxito que intentar que salga a la calle bajo la lluvia. Eso si, al menos huelo lo que me ofrecen, para no ser maleducada.

Los taxistas me observan divertidísimos trotando entre las palmeras en pos de las iguanas, feliz de estar de nuevo fuera del avión. Sin embargo, a la hora de llevarnos a la ciudad, todos miran al cielo y silban… Ellos también las buscan en las copas de los árboles.

Como siempre, tras charlar con algunos candidatos, que se muestran reacios, pero que acaban sucumbiendo a la chispa de mi mamá y a mi conducta ejemplar, elegimos uno para que nos transporte a nuestro destino, que inicialmente es Santa Marta, pero que pasa a ser Taganga directo dado que, a pleno mediodía, por 36.000 pesos en total, mi mamá prefiere ahorrarnos la espera de la buseta bajo el sol tropical.

Lo que no hay forma de ahorrarse es la búsqueda de un techo -a ser posible con ventilador- sobre nuestras cabezas: mientras reconozco el terreno y voy trabando conocimiento -que no amistad, los perros acá son bastante territoriales- con los congéneres de la zona, mi mamá va haciendo lo propio con los suyos; en concreto con una serie de señores que se dirigen a ella, muy amables, para ofrecernos hotel, excursiones al Tayrona y todo lo que se nos pase por la cabeza.

Con su eterna sonrisa sigue la conversación, extrae algunas informaciones, y dice que “de pronto más tardecito” pasa por allá de nuevo: para los que no vivan en Colombia, que sepan que eso también es un eufemismo para decir “no gracias” en mi país.

Tras recorrer algunas de las polvorientas calles del pueblo repletas de escombros y de perros criollos, pelicortos, con orejas grandes, muchos de ellos con sarna o heridas, que salen en tropel ladrando cuando entro en su campo de visión, encontramos un hostalito con un patio central en el que, tras garantizar modales impecables y que no me voy a subir a la cama, nos reciben.

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Nuestra rutina en los primeros días consiste en pasear, muy temprano, hasta Playa Grande, cuando todavía no aprieta el calor. Allí mi mamá se baña mientras yo vigilo sus cosas y persigo la fauna del lugar: pelícanos, garzas y moscas. A las 10 de la mañana nos encerramos en nuestro cuarto bajo el ventilador: allí ella trabaja y yo duermo la siesta, una costumbre que adquirí en España observando a mi abuelito. Por la tarde vamos a la playa de Taganga donde me encuentro con algunos amigos y desde donde contemplamos el atardecer.

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Con su vestido, sus chancletas y a solas conmigo, mi mamá se ve de lo más hippie. Ello causa un doble efecto: por un lado nadie la molesta para cuestiones turísticas y, por otro lado, acaba atrayendo a los personajes más variopintos, como la chica que contacta turistas con prostitutas o les consigue droga a su paso por el pueblito que, además, intenta ligársela. De ella aprende cosas tan útiles como destaponar la nariz con una raya de coca cuando tienes gripa, por ejemplo.

Para cualquiera que la conozca resulta evidente que esto no podía durar mucho: a mitad de la semana me comunica que nos vamos a bucear un par de días al Parque Tayrona. En realidad vamos a bucear un día y a pasear y hacer snorkeling otro, dado que no es recomendable volar antes de 24 horas de la última inmersión, ya que las burbujitas de nitrógeno que produce el cuerpo en profundidad pueden convertirse en descomunales balones que pueden hacer que sufras un colapso en el aire.

A mí eso no me preocupa, dado que todavía no llegaron a Taganga los trajes de buceo para perros -lástima, porque me vería tremendamente sexy embutida en neopreno-. Lo que sí me preocupa es que los cuadrúpedos no tenemos permiso para acceder al Parque Natural.

Cuando mi mamá se entera de que dentro hay perros -los de los pescadores que viven allá- acaban sus reparos: como no cazo un lagarto ni en mis mejores sueños, no constituyo un riesgo ambiental, por lo que nos ponemos manos a la obra para caracterizarme como perra costeña para el caso de que algún funcionario de Parques me descubra.

Debido a mi origen criollo la metamorfosis resulta fácil: basta con quitarme mi placa identificativa y mi collar con la placa de la vacuna antirrábica. El “tumbao” sabroso ya lo tengo, sobre todo en tierra caliente, donde la laxitud que el calor produce en mis músculos hace que mi torcimiento se acentúe.

Con los aprendizajes de nuestro viaje al Chocó todavía frescos, me lanzo a la lancha dispuesta a embarcar, aunque la proa tenga un par de metros de alto, incluso si para ello tengo que meterme en el agua…

… Para que luego no me digan que no le pongo toda la actitud.

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Una vez allí, mi mamá lleva sus cosas a su hamaca y las extiende a mi vista para que la espere en el campamento mientras ella se adentra en la lancha a mar abierto para practicar sus inmersiones. Yo me quedo tranquila dado que, por lo poco que alcanzo a escuchar a sus pies de las clases que le dan, el instructor me inspira confianza. No obstante, desde ese instante el acceso al precario techado de las hamacas queda vedado tanto para él como para cualquiera de los turistas, el cocinero, y los dos funcionarios de parques que aparecen -junto con mis congéneres Rasputina y el Flaco- al olor de la comida, y comparten campamento con nosotros. Los penúltimos se muestran visiblemente sorprendidos de que esa perra criolla, de pelo sorprendentemente largo para los estándares costeños, gruña cada vez que alguien se aproxima a las propiedades de esa turista concreta que, por otra parte, se esfuerza en escabullirse mientras la perra en cuestión la sigue a todas partes, moviendo la cola, como si fuera su sombra.

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Varias veces al día mi mamá protagoniza las más escalofriantes escenas de “La Matanza de Texas”, dado que acabo infestada de garrapatas, incluso llevando mi pipeta recién puesta, que es cuando alcanza su máximo efecto. Bajo los atónitos ojos de los funcionarios -que a estas alturas tienen sospechas fundadas de que la turista española acabará adoptando a la perrita criolla del Parque Tayrona-, me examina de arriba a abajo haciendo especial énfasis en las zonas críticas señaladas (aquí), que es donde esas arañas vampíricas se ubican preferentemente.

– ¡Que asco de bichos! ¡¡¡Qué asco!!!- exclama, con el corazón encogido -mientras yo entorno los ojos en éxtasis por el masaje a contrapelo que me está dando-, consciente de que una mordida puede comprometer seriamente mi salud, reactivando alguna de las dos enfermedades en la sangre -erliquia y babesia- que me acompañan desde los tiempos de la gasolinera.

Aun así, y durante los ratos que no me mira con el ceño fruncido intentando determinar con su visión de infrarrojos de superheroína si tendré una nueva colonizadora encima, disfrutamos de los paseos por la montaña conociendo diferentes calas; de las conversaciones con nuestros acompañantes; de la siesta; y del arrullo de las olas viendo la luna aparecer en el horizonte y elevarse en el cielo, extendiendo un halo plateado sobre el mar, ella sobre la hamaca y yo debajo…

… Hasta que llegó la hora de regresar a casa, con Pecas, Bagheera, Coral y todas mis comadres del parque en Bogotá, a quienes tengo un nuevo destino que recomendar, incluso aunque en esta ocasión no lograra revolcarme en pescado podrido, sino sólo sostenerlo unos segundos en la boca para dejarlo caer frente a mis patas a la voz de mi sargenta gritando -¡¡¡NOOOOOOOOOOO!!!- advertida por su otro don de superheroína -adquirido conmigo- de ojos en el cogote.

5 comentarios sobre “En busca del pescado podrido

  1. Genial! No puedo creer que hayas metido a Linda en el Tayrona, yo fui hace menos de un mes y no vi ni un solo perro, increíble, cada vez mas animada de viajar con mi perrito! Muy buen post, gracias. Saludos

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    1. Hola Margarita,

      te cuento que, si no pesara 20 kilos, tuviera hocico telescópico de los que asoman colmillos tremebundos, y cola larga, mi mamá me envolvería en una mantilla y me metería hasta a la Universidad, los centros comerciales y los edificios oficiales, como un bebé.

      ¡Nos alegra saber que contribuimos a romper límites y que hay otro peludo a punto de convertirse en aventurero como yo! 😀

      Un lametón 😛

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  2. Que chévere que hayas podido ir con Linda, yo estoy planendo un viaje en diciembre con mi perros (dos labradores) pero no se si logre entrar con ellos, crees que sea posible? Que me recomiendas?

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    1. Querida Liliana,

      lo veo complicado dado que dos labradores no clasifican como criollo de pescador local, de modo que no levanten sospechas… 😉 Sin embargo, sin entrar en el parque nacional, pueden ir a muchos lugares naturales muy chéveres casi como si estuvieran dentro 😀

      Les mando un gran lametón 😛

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